–¿Una copa de coñac? –le invité.
–Sí, claro, ¡pero date prisa, encanto! – balbuceó mientras se sentaba en el sofá despatarrado.
Fui a la cocina que quedaba justo detrás. Cogí una copa, la botella y a la par que llenaba la cubitera de hielo, me dediqué a buscar en algunos cajones el instrumento adecuado para la idea que me había incitado a toda esta parafernalia. Pero nada me convencía. Empecé a desesperarme, todo estaba a rebosar de cubiertos finos y sofisticados, tenían pinta de valer un pastón. Sabía que iba a necesitar algo más grande. Seguí buscando hasta que, por fin, en uno de ellos encontré el adecuado, un cuchillo. No era muy grande, aunque sí lo suficiente. Además, estaba tan afilado que al pasar mi dedo suavemente por el filo me hice un pequeño corte.
–¡DATE PRISA! –gritó.
–¡Ya, ya voy! –respondí. Metí el cuchillo en mis medias y me dirigí al sofá por la parte en la que el tipo descansaba su espalda.
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