No tenía nada que perder. O todo, según piensan algunos. Pero supongo que por eso jugué. Siempre me ha gustado el riesgo y quizás por esa razón me encontraba en aquella situación.
Él, siempre con su cara de póker, me dejó sobre la mesa un buen fajo de billetes al lado de un revólver cargado con una sola bala. Me mantuve inmóvil un momento examinando la situación y acto seguido, con decisión, agarré el revólver.
Aquel personaje que tenía delante torció el gesto un instante en lo que pude apreciar una leve sonrisa.
Coloqué el cañón de la pistola sobre mi sien y durante unos segundos que se me hicieron eternos, apreté los ojos, tragué saliva y, mientras un sudor frío recorría cada centímetro de mi piel, noté una descarga de adrenalina casi orgásmica. Entonces, presioné el gatillo. Nada. Nada, y había ganado el dinero de la mesa y supongo que una vida también, puesto que no la tenía, sólo podía ganarla, no perderla. El juego estaba a mi favor, tal vez por eso gané... ¿o no gané?

Así el día siguiente me acerqué al río. Cogí mi propia pistola, tiré al agua el dinero ganado la noche anterior y cargando el cañón a mi antojo, me disparé. Nada. Bueno, sí, se encasquilló.
Me volví a quedar inmóvil, mezcla de decepción, fracaso, alivio y confusión. Arrojé el arma tras los billetes corriente abajo y me marché a casa pensando en que quizá sí había ganado una vida.